El 6 de abril se cumplieron 99 años de un debate cuyo eco temático resuena fuerte hasta hoy. Lo hicieron posible las voces de sus protagonistas en una jornada histórica del Còllege de Francia: uno era el científico más importante del siglo veinte y el otro el filósofo más influyente de esas décadas. El científico se llamaba Albert Einstein y el filósofo, Henri Bergson. El científico, que era veinte años más joven que su adversario, obtuvo el Premio Nobel de Física el año anterior al debate; el filósofo, por su parte, ganaría el de Literatura en 1927.
El punto central de la controversia fue el concepto esencial del tiempo que ambos pensadores sostenían en el contexto del Boca-River de la modernidad: la razón versus la intuición. Pero las posiciones de Einstein y Bergson no eran absolutas e irreductibles a pesar de la energía verbal puesta en el debate. El científico compartía su interés por la matemática con el filósofo, que durante su formación académica había desarrollado amplios conocimientos de física, especialmente en el área de la mecánica.
Nacido en 1859, Bergson ingresó como miembro de la Academia Francesa, el máximo organismo de la intelectualidad en 1914, en los inicios de la Primera Guerra Mundial. Por voluntad propia redactó un manifiesto sobre la contienda que fue firmado por todos sus miembros. “La lucha iniciada contra Alemania es la lucha de la civilización contra la barbarie”, afirmó, profetizando la mayor tragedia del siglo XX que ocurriría entre 1939 y 1945. Resaltando el compromiso social y político que se imponía en esas horas decisivas para Europa, expresó que “es un sencillo deber científico señalar una regresión de Alemania al estado salvaje en la brutalidad y en el cinismo, junto al desprecio por toda justicia y verdad”.
Con relación al enfrentamiento entra ambos campos del saber, Bergson estimaba que los descubrimientos de Einstein, además de configurar una innovadora forma de pensamiento racional, mostraban que las diferencias entre la ciencia y la filosofía no eran absolutas sino que llegarían a complementarse.
Durante el debate, Bergson le señaló a Einstein que aun cuando admitía la validez de la Teoría de la Relatividad respecto a su naturaleza física, “ahí no termina todo” en la concepción del universo. Einstein había presentado su teoría en 1915 en la Academia de Prusia, destronando así el reinado de Isaac Newton por más de dos siglos como decano de la teoría física gravitatoria. El científico nacido en Alemania en 1879, y que años después adquiriría la nacionalidad suiza y la estadounidense, rechazó en forma terminante el concepto del tiempo de su rival. “El tiempo del filósofo no existe, sólo es un momento psicológico que difiere del físico”. A lo largo de todo el debate Einstein reafirmó su realismo cognitivo, el cual estaba en las antípodas del idealismo irracional de Bergson.
A lo largo de sus ochenta y un años de vida el filósofo francés leyó y releyó muchas veces el concepto del tiempo sostenido por San Agustín. Se veía identificado profundamente con la afirmación sostenida por éste en el libro XI de las Confesiones. “Es en mi mente, pues, donde mido el tiempo. No debo permitir que mi mente insista en que el tiempo es algo objetivo. Cuando mido el tiempo estoy midiendo algo en el presente de mi mente. O el tiempo es eso, o no sé qué es”. Para Einstein el tiempo existía fuera de la mente, más allá de la conciencia que se tuviera para percibirlo.
Por su parte el último Premio Nobel de Física, el científico británico Roger Penrose, pareciera avalar la postura de Bergson sobre la existencia de “algo más allá” de las fronteras de la relatividad, aunque todavía no se haya sistematizado una hipótesis que las sintetice. En palabras del científico de Cambridge, “tenemos dos grandes teorías, la mecánica cuántica, que explica el comportamiento de la naturaleza a niveles microscópicos, y la relatividad general, que es una teoría de la gravitación y trata de objetos grandes”. El porvenir está abierto a una teoría que las trascienda y sintetice.
La Segunda Guerra Mundial provocó en Einstein un dilema filosófico en torno a su actividad científica. A poco de iniciada la contienda el padre de la relatividad envío una carta al presidente de los Estados Unidos, Franklin Roosevelt, informándolo del avanzado desarrollo de la investigación en materia atómica que venía realizando el gobierno de Adolf Hitler.
La carta buscaba que la administración demócrata comenzara a profundizar el trabajo articulado entre el gobierno y los científicos que investigaban la posibilidad de desarrollar armas nucleares, con el fin de estar preparados en caso de que el régimen nazi concretara su objetivo de lograr en el corto plazo la creación de armamento atómico. Tras el bombardeo devastador a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en 1945, Einstein mismo, un pacifista militante, junto a muchos intelectuales de renombre internacional se plantearon uno de los mayores dilemas éticos del siglo pasado que se extiende hasta hoy.
EL DEBATE SE TRASLADA A INGLATERRA
El físico y novelista inglés Charles P. Snow no alcanzó a imaginar que, tras finalizar su conferencia en la Universidad de Cambridge, el 7 de mayo de 1959, a sus 43 años, provocaría una grieta en el universo académico entre aquellos intelectuales que otorgaban mayor prevalencia al saber científico por sobre el de las humanidades. La conferencia fue titulada “Las dos culturas” y por el enorme impacto que produjo fue rápidamente publicada en un libro titulado “Las dos culturas y la revolución científica”.
Snow, cuya formación sintetizaba la materia expuesta en la conferencia, ocupó importantes cargos políticos ejecutivos en el gobierno británico entre 1940 y 1966, y también tuvo un destacado desempeño en la Cámara de los Lores como miembro del Partido Laborista. Su servicio cívico y su trayectoria académica le valieron el otorgamiento de la Orden de Comendador del Imperio Británico.
Así resumía el enfrentamiento entre ambos polos del conocimiento el autor inglés: “Los científicos creen que los intelectuales literarios carecen por completo de visión anticipadora, que son en un profundo sentido anti-intelectuales. Cuando los no científicos oyen hablar de científicos que no han leído nunca una obra importante de la literatura, sueltan una risita entre burlona y compasiva. Los desestiman como especialistas ignorantes”. Señalaba que era tan preocupante que un científico no hubiera leído alguna obra de Shakespeare, como que algún literato ignorase el segundo principio de la termodinámica.
Estimaba que la deficiente comunicación entre los representantes de la cultura científica y la cultura literaria obedecía primordialmente a una cuestión de prejuicios mutuos. Falta de visión de progreso y traba para la modernidad en opinión de los científicos, carencia de visión humanista y de los engranajes que alimentan el devenir de la historia en la concepción de los hombres de letras.
La obra de Snow encontró un durísimo crítico en la figura de Frank R. Leavis, académico literario inglés que acusó a su colega de solapar su visión epistemológica de ambas culturas en favor de los científicos y de un supuesto apetito materialista. Para Leavis la literatura se bastaba a sí misma como un saber totalizador y autosuficiente sin el cual el desarrollo tecnológico no podía avanzar.
THE GHOST IN THE MACHINE
Los debates citados precedentemente se traducen hoy en el delicado equilibrio ético que debiera lograrse entre el imparable avance de la inteligencia artificial (IA) y la regulación estatal en el manejo de los algoritmos y datos que la alimentan. En palabras del científico sueco Nick Bostrom, director del Instituto para el Futuro de la Humanidad y el Centro de Investigación de Estrategia de Inteligencia Artificial de la Universidad de Oxford, el gran desafío actual es que nuestros sistemas de información sean transparentes y a la vez nos permitan ciertos niveles de privacidad.
En abril de 2019 el Grupo Independiente de Expertos de la Comisión Europea publicó sobre Inteligencia Artificial publicó un informe de 55 páginas titulado “Directrices Éticas para una IA Fiable”. En su primer capítulo el paper elaborado por sus 52 miembros, y revisado por 500 especialistas, sostiene los principios éticos y sus valores conexos que deben respetarse en el desarrollo, despliegue y utilización de los sistemas de IA. Se destaca en el mismo una advertencia central: “Reconocer y tener presente que, pese a que aportan beneficios sustanciales a las personas y a la sociedad, los sistemas de IA también entrañan determinados riesgos y pueden tener efectos negativos, algunos de los cuales pueden resultar difíciles de prever, identificar o medir (por ejemplo, sobre la democracia, el estado de Derecho y la justicia distributiva, o sobre la propia mente humana). Adoptar medidas adecuadas para mitigar estos riesgos cuando proceda; dichas medidas deberán ser proporcionales a la magnitud del riesgo”.
En tanto, el capítulo II del informe enumera en siete puntos los requisitos para una IA fiable: 1) acción y supervisión humanas, 2) solidez técnica y seguridad, 3) gestión de la privacidad y de los datos, 4) transparencia, 5) diversidad, no discriminación y equidad, 6) bienestar ambiental y social, y 7) rendición de cuentas. Por último, el capítulo III ofrece una lista concreta y no exhaustiva para la evaluación de la fiabilidad de la IA, con el objetivo de poner en práctica los requisitos descritos en el capítulo II.
En este sentido, la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad de Max Weber son llamadas nuevamente a convertirse en el árbitro de una aceleración sin precedentes en el desarrollo tecnológico de la humanidad.