En 1958, en plena expansión del capitalismo industrial de la posguerra y del desarrollo europeo tras los beneficios del Plan Marshall, el sociólogo norteamericano Charles Wright Mills publicó un ensayo revolucionario para la teoría social académica titulado “La élite del poder”. Dentro de las posiciones más elevadas figuran la élite política, económica y militar. En tanto que otras élites como las intelectuales estarían en posiciones subordinadas a ese núcleo esencial del establishment corporativo.
Así lo explicaba. “Los poderes de los hombres corrientes están circunscriptos por los mundos cotidianos en que viven, pero aún en esos círculos del trabajo, de la familia y de la vecindad, muchas veces parecen arrastrados por fuerzas que no pueden ni comprender ni gobernar. Los grandes cambios caen fuera de su control, pero no por eso dejan de influir en su conducta y en sus puntos de vista”.
Cuando llegó a la cima del gobierno de Gran Bretaña en mayo de 1979, Margaret Thatcher citó a San Francisco de Asís: “Donde haya discordia, llevemos la armonía. Donde haya error, llevemos la verdad. Donde haya duda, llevemos la fe. Y donde haya desesperación, llevemos la esperanza”, dijo ante la sorpresa general de sus seguidores conservadores.
La líder inglesa sostenía al mismo tiempo que “la sociedad no existe. Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias. Y ningún gobierno puede hacer nada si no es a través de la gente, y la gente debe cuidar ante todo sus propios intereses”.
La Dama de Hierro, heroína de la corriente neoliberal de ese entonces, parecía hacer suyo el concepto esgrimido por George Orwell en su libro 1984, esto es, la capacidad de sostener dos creencias contradictorias simultáneamente en la mente de una sola persona y aceptar ambas como válidas.
Durante esos mismos días, el filósofo austríaco Karl Popper se preguntaba de qué manera “podemos organizar nuestras instituciones políticas de forma que los gobernantes malos o incompetentes (a los cuales, por supuesto, hemos de intentar evitar, pero que de todos modos podemos tener) nos causen sólo el mínimo daño”.
La respuesta a la cuestión la abordaba sosteniendo que “las instituciones democráticas tienen por objeto la posibilidad de liberarnos de los gobernantes malos o incompetentes o tiránicos sin un baño de sangre”.
En el año 1993, en medio de la euforia surgida tras el derrumbe de la Unión Soviética y el supuesto fin de las ideologías, el filósofo español Norbert Bilbeny buscó en la milenaria ética del cristianismo un ancla para contener el exceso de triunfalismo derivado del supuesto éxito definitivo de la democracia capitalista que irradiaba en las publicaciones de los principales think tanks del mundo desarrollado.
El profesor de Ética de la Universidad de Barcelona afirmaba que “los antiguos pecados capitales, la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza, constituyen una red demasiado ancha para poder captar la fuerza y las formas del mal en nuestro tiempo. Resultan demasiado vagos para describir, en primera instancia, las múltiples perversiones ligadas al crecimiento desordenado de una economía instigada por el afán de lucro, con sus conocidas consecuencias en el medio ambiente, la calidad de vida y el desequilibrio económico mundial”.
También en 1993, otro filósofo español, Rafael Argullol publicaba la novela La razón del mal, obra en la que planteaba la irrupción de una extraña enfermedad que azota a una populosa y desarrollada ciudad de fin de siglo. La supuesta epidemia era causante de un período de profundos y radicales replanteos sobre el accionar de las instituciones y los comportamientos sociales y culturales de sus habitantes.
Seis años después Argullol publicó un ensayo con un título más que sugestivo, “El fin del mundo como obra de arte”. La metáfora se desarrollaba a través de siete protagonistas milenarios. Prometeo, el héroe de Esquilo, y, con él, el mundo de la tragedia griega; el Apocalipsis de san Juan; el Juicio Final de Miguel Ángel; Fausto como símbolo que escapa del dominio de Goethe; El ocaso de los dioses y la escenografía wagneriana; Hitler, en su sueño de arquitecto; el Hongo Nuclear, como la gran catástrofe bélica de nuestra época, visto desde la perspectiva del físico Robert Oppenheimer.
El filósofo italiano Franco Berardi señala que del Código de Hammurabi a Gutenberg transcurrieron unos cuatro mil años. El lenguaje hizo posible la emergencia de la sociedad, la diferenciación de los seres humanos de su entorno y su salto más allá de los seres humanos.
En cambio, afirma que bastó apenas medio siglo para que “el trabajo, la emoción y la percepción se vieran trastocadas”, al igual que la memoria, la atención y la imaginación de las generaciones nacidas a partir de la irrupción de internet.
En este sentido, Shoshana Zuboff, profesora emérita de la Escuela de Negocios de Harvard, publicó el año pasado un ensayo titulado “La era del capitalismo de la vigilancia”. Afirma que este concepto no parte de los datos, sino de un momento previo en el que hay una llamada unilateral a convertir las experiencias vitales en “materia prima cuantificable y datable”.
Y agrega que “las conversaciones sobre accesibilidad de los datos, portabilidad o conversión de los mismos suponen el momento en el que ya hemos perdido una batalla".
Albert Camus sentenció poco tiempo antes de morir en 1960 que “cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. Pero la mía sabe que no lo rehará, aunque su tarea sea quizás más importante. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”.
Lo mismo vale para el accionar de nuestros gobernantes; impedir que la crisis social de la pandemia aniquile los dos valores más preciados de la democracia: la libertad y la iniciativa privada. Tan simple y tan complejo.
El filósofo español Daniel Innerarity sostiene que “la política es el arte de gestionar la decepción. La cuestión es cómo mantener todas las ambiciones razonables de cambio social sin ser unos ingenuos”.
O en palabras de Groucho Marx, “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”.